Por: Alfredo Prieto
1968 es uno de esos años que marcan una suerte de parteaguas. Fue prolífico y tenso, caracterizado por los sucesos del mayo francés durante un verano en el que estudiantes y obreros decidieron retomar el protagonismo de los días de la Comuna; los tanques soviéticos invadieron Praga, como lo habían hecho antes en Hungría, una acción que en el fondo traslucía la artificialidad de los pactos de la Guerra Fría, mientras en México DF el fuego a mansalva contra los manifestantes en la Plaza de las Tres Culturas, a manos del Batallón Olimpia, dejaba un número de víctimas todavía hoy no esclarecido del todo.
En Cuba fue el año de la Ofensiva Revolucionaria, que cortó una eficiente red de servicios fuertemente arraigada en la cultura nacional para ponerla en manos del Estado. Se produjo la primera graduación de mujeres como operadoras de unos tractores llamados “piccolinos” en el Cordón de La Habana, uno de los fiascos económicos del período heroico. Fidel Castro lanzaba la tesis de los Cien Años de Lucha en un discurso donde establecía la continuidad de la Revolución con la primera guerra de independencia contra España, iniciada por Carlos Manuel de Céspedes en Oriente. Humberto Solás y Manuel Gutiérrez Alea estrenaban Lucía y Memorias del Subdesarrollo, dos de los clásicos del nuevo cine promovido por el ICAIC, la primera institución cultural legislada por el Gobierno Revolucionario en marzo de 1959. El jurado de Casa de las Américas otorgaba el Premio al novel escritor Norberto Fuentes por Condenados de Condado, que tanta importancia tendría en la llamada narrativa de la violencia, pero invisibilizado poco después de la arena pública. Heberto Padilla recibía el Premio Poesía “Julián del Casal”, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), por su libro Fuera del juego y Antón Arrufat el de Teatro con Los siete contra Tebas, publicados con una disonante declaración institucional y atacados en la revista Verde Olivo por un tal Leopoldo Ávila, mientras el pintor Raúl Martínez “traducía” al cubano a Andy Warhol y los afiches de cine competían en buena lid con los polacos. El Congreso Cultural de La Habana, que congregó a más de setenta intelectuales de diversos países, declaraba su compromiso tercermundista, con la liberación nacional y con la lucha de los vietnamitas. En la clausura, Fidel dijo:“Porque no puede haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas. Y hay ideas que incluso se esgrimen en nombre del marxismo que parecen verdaderos fósiles”. Silvio, Pablo y Noel le hacían decir cosas nuevas a la guitarra.
En 1968 tuve mi primera experiencia en el trabajo agrícola al marchar durante dos semanas a Ciego de Ávila, a unos cientos de kilómetros de la capital, para guataquear caña en un ex campamento de la UMAP, un sitio reservado para la “lacra social”--categoría aplicada a homosexuales, religiosos y personas sin vínculo laboral. Al regreso, nuestro grupo de adolescentes se reunió un apartamento del Vedado para oír un nuevo disco recién salido a la venta: el Album Blanco de los Beatles, gracias a un capitán de la marina mercante que lo había traído de Francia, aun cuando la música del cuarteto de Liverpool estuviera marginada de la radiodifusión oficial debido a un puente mecánico y equivocado entre cultura y política, al decodificarse como parte de una “penetración cultural imperialista” de la cual nos reíamos con sordina, porque entendíamos que al rock y a la revolución no había por qué ubicarlos en aceras opuestas. Y la mayor paradoja consistía en algo que apenas barruntábamos entonces: toda aquella música formaba parte de una contracultura propia del imaginario de aquellos jóvenes que tenían como estandartes el amor y la era del Acuario, y se manifestaban en las universidades contra la guerra de Viet Nam enarbolando a menudo la famosa foto del Che obturada por Korda durante los días de la Crisis de los Misiles.
Los años sesenta no pueden idealizarse desde la nostalgia. Fueron de maravillosos cambios en las relaciones entre las personas y alteraron en lo profundo las maneras y modos de vivir de los cubanos, pero también generaron una dosis de sectarismo y exclusión que conviene conjurar si se quiere de veras un modelo social más humano e integrador, menos verticalista y centralizado; en una palabra, más humanista y revolucionario del que recibimos en herencia. “La felicidad es un arma tibia”, escribía aquel beatle de pelo largo, espejuelos en el aire y voz medio gangosa en una tonada que estremecería al mundo, incluso a aquellos adolescentes de mi grupo. Hoy los he visto de nuevo al sacar del armario una foto en blanco y negro para escanearla y mandársela a Vicky, la hija de aquel capitán de barco que cuarenta años después del Album Blanco vive en un apartamento de Miami Beach y todavía suspira por su malecón habanero.
Alfredo Prieto es ensayista y editor cubano. Reside en La Habana.
20/12/08
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1 comentario:
Bonitos recuerdos de una época increible cuando aún no teníamos Nintendo ni internet y se comunicaba con los ojos y las manos.
Saludos,
Al Godar
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