Por Alfredo Prieto, desde La Habana.
El Renacimiento descubrió para la cultura occidental la noción de la temporalidad, la brevedad y la fragilidad de las cosas. Don Francisco de Quevedo y Villegas, un hombre que no era de una sola pieza y encarnó como pocos el espíritu de su época, capaz de escribir tanto el más exquisito poema de amor como las mayores procacidades y escatologías, en sus sonetos morales consideraba a la vida “frágil y liviana” y sujeta “a las leyes de la flor”. Uno de sus contemporáneos, William Skakespeare, el más brillante dramaturgo de todos los tiempos, equiparó a la fragilidad con una mujer, una formulación bastante machista que no comparto, pero puesta en boca de un solemne príncipe de negro amante de los soliloquios, y al que un miembro de su familia le había dado un grosero golpe de Estado.
Cuba es el país más renacentista del mundo. En los años 90, cuando la crisis alimentaria tocó fondo, la venta masiva de hamburguesas en varias cafeterías estaba llamada a constituir una fuente estable de proteína animal para los ciudadanos. Las devoró la fragilidad: duraron, como reza el refrán popular, lo que un merengue en la puerta de un colegio, quizás porque fueron bautizadas oficialmente con una onomatopeya premonitoria: “Zas”. Un poco más tarde, cuando se introdujo la técnica del riego micro-jet, bajo la sombra israelí, se proyectó que la producción bananera sería tanta, que la Isla llegaría a desplazar a Centroamérica como principal exportadora, después de cubrir todas las demandas del mercado interno. Hoy el plátano es un emigrado en la cartilla de racionamiento, aunque no en los agros, que se rigen por la relación oferta-demanda (la papa, monopolio estatal, es la única que se ha quedado). Dicen los más perversos que el problema es que en Cuba los perfumes no tienen fijador porque no hay ni ballenas ni dinero para importar su aceite.
En lo cotidiano, un gran aguacero puede conducir aquí a lo que un amigo académico medio loco denomina “el síndrome de Stevie Wonder”: después del agua (o en medio de ella) los transformadores revientan solo para poner a oscuras una o varias demarcaciones, sin que nadie pueda asegurar a carta cabal cuándo se restablecerá el servicio eléctrico. O al “síndrome de Tláloc”, el dueño azteca de la lluvia, ese que conduce a que calles como Línea, en el Vedado, o la Quinta Avenida, en Miramar, se inunden hasta lo intransitable cuando San Pedro se pone más o menos ideológico en una estación del año en que no le toca --las grandes lluvias suelen ocurrir en mayo, por lo menos antes del calentamiento global. Es obvio aquí que la fragilidad se llama ineficiencia y desidia municipales, pues con un poco de previsión y escasos recursos, con un vehículo, una pala y dos o tres trabajadores, las alcantarillas pueden ser destupidas de manera regular, y los árboles podados, sin que la amenaza inminente de un ciclón figure en los partes meteorológicos.
El filósofo griego Parménides de Elea definía al ser como “bellamente circular”. Visto desde el trópico se equivocó, sobre todo ahora que, como lo hacían Quevedo y Shakespeare, estoy terminando de escribir este artículo a la luz de un candil, después de un frágil aguacero que me puso a tararear de pronto una canción de Stevie Wonder.
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1 comentario:
Bello blog, tienes estilo.
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