Por: Enrique Soldevilla
El inmovilismo de Washington ante la coyuntura del traspaso de mando en Cuba, referido ayer en el Nuevo Herald por Rui Ferreira en un excelente artículo, constata la certeza de su exposición cuando hoy el secretario de Comercio de Estados Unidos, Carlos Gutiérrez, declararó ante la prensa extranjera que “el Gobierno de la isla es el que debe iniciar un cambio democrático”, reiterando la postura incomunicativa que ha recrudecido el gobierno norteamericano en los últimos dos años.
Aunque tal declaración coloca una barrera a las gestiones de un grupo bipartidista de congresistas que promueven un proyecto de ley para levantar las restricciones de viajes a la isla, desborda el marco legal del embargo para convertirse en una “profilaxis política” relacionada con la propuesta de conversaciones emitida por Raúl Castro en su discurso del pasado 2 de diciembre.
En gran medida el inmovilismo señalado por Ferreira se origina en la absurda simbiosis clientelista - electoral existente entre Washington y el llamado “exilio vertical” o “intransigente”, entre los cuales figuran algunos influyentes congresistas y cabilderos cubanoamericanos. El mismo Carlos Gutiérrez es de origen cubano. Esa situación, única en el mundo de las relaciones internacionales, donde los dictadores del diseño de política exterior de una potencia son oriundos del país adversario, coarta el margen de maniobra y arrincona al gobierno norteamericano en una mediocridad diplomática que contradice la filosofía de tolerancia y derechos fundamentales en la que dice fundamentar su proyección democrática.
Si tuviéramos que determinar un núcleo causal de ese inmovilismo que destaca Rui en su artículo, pudiera localizarse en la no aceptación de una continuidad del modelo de gestión política que adoptó Cuba desde 1959, el cual, sin dudas, necesita solucionar internamente un sinnúmero de necesidades aplazadas y demostrar que dicho modelo es capaz de superarse a sí mismo sin desnaturalizar el valor de la inversión social creada durante 48 años.
Unido a lo anterior subyace el cuestionamiento a la legitimidad de Raúl Castro como sucesor, pretiriendo el hecho de que constitucional y jerárquicamente así fue previsto desde los primeros años del proceso revolucionario, por mérito propio, hecho reconocido hasta por Bryan Latell, ex analista de la CIA.
Otra causa del inmovilismo es la falsa expectativa de que tendrían que negociarse los fundamentos ideológicos del modelo cubano y no las vías de una convivencia política menos beligerante y más cooperativa que allanen el camino, progresivamente, hacia unas relaciones diplomáticas plenas.
De lo anteriormente señalado se deduce que la relación simbiótica gobierno-clientes electorales de origen cubano condiciona una postura que va en contra de los intereses de la nación norteamericana, pues lo que obtienen es bloquearle a Washington el acceso a escenarios de política exterior cuyos resultados pudieran modificar positivamente la percepción que en particular América Latina y el tercer mundo tienen del gobierno norteamericano actual, sobre todo después del empantanamiento militar y diplomático en Irak. El pronunciamiento de Gutiérrez, lejos de ser una “táctica de presión política”, perjudica la diplomacia pública de los Estados Unidos y desaprovecha la coyuntura para remozar su imagen en el vecindario hemisférico.
¿Por qué? Porque conciliar con el gobierno cubano bajo el principio de reciprocidad y respeto a la soberanía sería ganarse como aliado en muchos aspectos a uno de los actores políticos más importantes e influyentes de la región, en la consecución de objetivos de alta prioridad para la Casa Blanca, entre los que pueden citarse la cooperación en temas de desastres naturales o epidemias, la lucha antidrogas, el combate contra el tráfico de personas, de armas y contra el terrorismo internacional, además del aspecto no menos relevante de contribuir conjuntamente a materializar muchas de las metas del milenio propuestas por la ONU, dada la experiencia, la capacidad y el potencial que posee Cuba en materia de desarrollo humano.
El gobierno de la isla pudiera convertirse en una polea de transmisión para crear una sinergia hemisférica de cooperación efectiva en los temas antes mencionados. ¿A cuánto ascienden las partidas presupuestarias anuales de la USAID destinadas al “alivio” -nunca a la erradicación- de muchos de esos flagelos en América Latina? ¿Cuánto de ese dinero se esfuma en manos de estructuras clientelistas en cada país receptor?
Una voluntad negociadora y asertiva del gobierno norteamericano, a mi juicio, sería la piedra angular de cualquier apertura que pudiera emprender La Habana en su dinámica económica y política internas, de la que no debe esperarse la renunciación a principios esenciales que caracterizan al sistema de la isla, pero donde es imperiosa una reorganización que satisfaga la demanda de bienes y servicios de la población a corto plazo.
Bajo la premisa de una genuina distensión bilateral el gobierno cubano estaría entonces en mejores condiciones subjetivas de evolucionar, dentro de la lógica de su continuidad histórica, hacia fórmulas de producción y de servicios más flexibles, integradas como subsistemas al corpus macroeconómico nacional, abriendo así una primera etapa de reformas económicas que aliviarían las precariedades materiales de la población y dinamizarían en proporciones muy atractivas el consumo del amplio espectro de productos que una economía dependiente de las importaciones, como la de Cuba, es capaz de absorber.
Y quizás, en la medida en que cristalice la distensión y se consolide la cooperación en las áreas antes referidas, pudieran abrirse espacios de representación parlamentaria de alguna figura de la disidencia interna no vinculada a potencias extranjeras y, ¿por qué no?, de algún que otro moderado de la diáspora cubana.
© 2007 Copyright E. Soldevilla E.
31/1/07
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